Cada uno de nosotros tiene su vida particular, única, marcada por todo el pasado sobre el que no tenemos ningún poder y que a su vez nos marca, por poco que sea, todo el porvenir. Nuestra vida. Una vida que sólo a nosotros pertenece, que no viviremos más que una vez y que no estamos seguros de comprender del todo. Y lo que digo aquí sobre una vida «entera», podría decirse en cada momento de ella. Los demás ven nuestra presencia, nuestros ademanes, nuestra manera de formar las palabras con los labios: sólo nosotros podemos ver nuestra vida. Es extraño: la vemos, nos sorprende que sea como es y no podemos hacer nada para cambiarla. Incluso cuando la estamos juzgando estamos perteneciéndole; nuestra aprobación o nuestra censura forman parte de ella; siempre es ella la que se refleja en ella misma. Porque no hay nada más: el mundo sólo existe, para cada uno de nosotros en la medida en que confine a nuestra vida. Y los elementos que la componen son inseparables: sé muy bien que los instintos que nos enorgullecen y aquellos que no queremos confesar tienen, en el fondo, un origen común. No podríamos suprimir ni uno de ellos sin modificar todos los demás.
Se habla del sufrimiento como se habla del placer, pero se habla de ellos cuando ya nos dominan. Cada vez que entran en nosotros, nos sorprenden como una sensación nueva y tenemos que reconocer que los habíamos olvidado. Son diferentes porque nosotros también lo somos: les entregamos cada vez un alma y un cuerpo modificados por la vida. Y sin embargo, el sufrimiento no es más que uno. No conoceremos de él, como no conoceremos del placer, más que algunas formas, siempre las mismas, de las que estamos presos.
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