El anuncio de la nueva Ministra de Minas y Energía de que Colombia no piensa firmar más contratos de gas natural para dejar de emplear esta fuente energética en el medio plazo ha hecho emerger la pregunta de si el país se lo puede permitir, y cómo. La propia Irene Vélez hizo referencia una a una a las alternativas para lograrlo, marcando el orden de preferencia del Gobierno, que equivale al de una transición energética destinada a reducir las emisiones de CO2: renovables primero, nuevos yacimientos después –para ampliar ese puente hasta que las renovables sean suficientes–, importación como último recurso. Las cifras de consumo y generación energética en el país, sin embargo, sugieren que el camino es especialmente estrecho, quizás demasiado como para poder transitarlo en los plazos anticipados.
El 28% del consumo energético en Colombia en 2020 fue gas natural. Este es el primer dato duro que angosta la trayectoria marcada por este gobierno. Solo el petróleo fue más frecuente, y en cualquier caso el gas ocupa más espacio según este último dato que la suma de hidroeléctrica, solar, eólica y las demás renovables.
¿Y cuánto tiempo habría disponible para esta descomunal transición? Entre siete y ocho años, según las propias palabras de Vélez. Estos cálculos parecen venir de la simple división de las reservas disponibles y probadas en Colombia a día de hoy, unos 88 kilómetros cúbicos a inicios de 2021, y la producción aproximada: alrededor de 11 (según el año y la fuente considerada). Efectivamente, eso da un margen de 6 a 8 años si el consumo se mantiene constante, así como el saldo de importación/exportación del gas. Es, pues, una proyección que podría calificarse de optimista, pero no fuera de los órdenes de magnitud marcados por los datos.
Cabe apuntar aquí que, hasta cierto punto, el gobierno entrante parece asumir estas limitaciones a un fin temprano a la dependencia del gas. Por eso considera desde ya vías para ampliar ese plazo de 6-8 años para la transición. Y aquí entran las dos alternativas citadas en el párrafo inicial de esta nota: yacimientos o importación.
Ecopetrol anunciaba el 11 de agosto el descubrimiento de un yacimiento de gas en aguas profundas, que se suma a otro ya anunciado hace poco. No existe todavía información concreta de cuánto añadirían a las reservas de 88 km3 mencionadas anteriormente, pero si volvemos al dato de consumo anual, el más reciente, del Informe Anual de BP, habla de 13,9 consumidos en 2020. Es decir: cada añadido de ese tamaño a las reservas daría un año extra. Pero incluso ese extra está condicionado a un sinfín de factores estimativos, logísticos y de inversión. Cada metro cúbico de reservas probadas necesita ser extraído, eventualmente transformado o depurado, y distribuido. El proceso para lograrlo (y, por supuesto, los costes que implica, tanto en tiempo como en dinero) varía enormemente en función de la localización del yacimiento, el tipo de gas que tenga, el punto de distribución y los actores involucrados. Los descubrimientos recientes de Ecopetrol más significativos son mar adentro (a unos 2.300 metros de profundidad) y compartidos con otras petroleras internacionales (Petrobras, Shell). Todo ello implicaría no sólo una inversión importante sino la consolidación de acuerdos con varios países involucrados, lo que complica enormemente hacer un cálculo preciso de lo que Colombia puede llegar a usar de estas reservas, a pesar de las esperanzas mostradas tanto desde el Ministerio como desde la alta dirección de la petrolera nacional. Los plazos de uso de estas reservas parecen por tanto tan inciertos como su dimensión.
La última alternativa disponible para cubrir la demanda es la importación. Aquí, Vélez se refirió de manera explícita a Venezuela. Y, efectivamente, el país vecino no sólo cuenta con las reservas más grandes del continente, sino también las menos usadas: el ratio de producción anual sobre gas disponible es de apenas 1/250.
La paradoja última se da al considerar eventos extremos. Si en los próximos dos o tres años llega una época de sequía intensa y sostenida, quizás favorecida por el propio cambio climático, y Colombia lo enfrenta, por ejemplo, con una dependencia mayor de la hidroeléctrica de la que ya hoy tiene (elevada de por sí), ¿se verá obligado el país a intercambiar independencia política y energética (con Venezuela o con otro país, como EE UU, también productor y exportador de gas) para evitar apagones similares a los que ya sufrió a principios de los años noventa? ¿Cuál sería el coste no sólo político, sino también social y económico de una situación como ésta? Efectivamente, el camino a transitar para la transición energética es siempre estrecho porque requiere de un equilibrio entre los incentivos necesarios para completarla y el soporte para hacerlo a un ritmo y a un precio razonable para la sociedad. Pero los datos aquí considerados sugieren que quizás la renuncia inmediata a contratos de gas lo estrecha en exceso.