Uno de los experimentos más extravagantes de la historia de la diplomacia internacional se aboca a un final inminente. La presidencia alternativa de Venezuela que ostenta Juan Guaidó con el apoyo de Estados Unidos parece tener los días contados. Los principales partidos de la oposición venezolana no quieren seguir participando en el Gobierno paralelo con el que desde hace tres años se pretende aislar a Nicolás Maduro y provocar su caída. Ese movimiento significaba que en Caracas hay una administración ilegítima, atornillada al poder, y fuera estaba la verdadera, con la que debía conversar el resto de países. El plan no ha funcionado. Washington incluso ha abierto nuevas vías de diálogo y negociación con el chavismo, por lo que de facto ha dejado de tener fe en su propia creación. Eso ha provocado que Guaidó, un político joven y poco conocido cuando se le dio el mando de este gabinete teórico —se le comparó con Obama por su buena planta—, se encuentre más solo que nunca.
El entusiasmo que Guaidó generó aquellos primeros meses se ha esfumado. Asumió la presidencia al considerarse fraudulentos los resultados electorales de 2018 en los que Maduro se proclamó ganador. Su nombramiento en el exterior era una forma de evidenciar al mundo que el chavismo carecía de legitimidad. La Casa Blanca, entonces ocupada por Donald Trump, y sus aliados no midieron la capacidad de resistencia de Maduro, al que la invasión rusa de Ucrania y el giro de izquierdas en los países de la región le ha dado un oxígeno inesperado. En paralelo, el gobierno interino se ha quebrado por sus disputas internas y en su seno se ha instalado la crítica. Su obsolescencia parece programada para el próximo enero.
El entorno y las circunstancias que propiciaron el inicio de esta aventura diplomática ha cambiado radicalmente. Joseph Biden le ganó las elecciones a Trump y, aunque ha demostrado no confiar en exceso en el chavismo, a raíz de la guerra en Ucrania explora la posibilidad de que Caracas le abastezca de gas y petróleo. El pragmatismo norteamericano ha dejado descolocado a Guaidó, que nunca pensó que su mentor fuera a jugar a dos bandas. Además, Gustavo Petro ha llegado este año a la presidencia de Colombia y su enfoque respecto a Venezuela es muy diferente que el de su antecesor, Iván Duque, que participó con entusiasmo en la creación del gobierno paralelo. Llegó a declarar, en un momento de euforia, que a Maduro le quedaban horas en el poder.
Las deserciones también han sido internas. Hace poco, al renunciar a Voluntad Popular —la organización fundada por Leopoldo López, a la cual pertenece Guaidó—, el dirigente Roberto Marrero, quién ocupara cargos fundamentales dentro de esta estructura, afirmó que los partidos opositores discuten la manera de terminar esta experiencia sin que la circunstancia se traduzca en costos políticos demasiado onerosos. La propia Administración de Biden, si bien ha reiterado su compromiso con Guaidó, tiene también con ellos sus diferencias a la hora de lo que consideran un buen funcionamiento de esta institución inventada desde cero.
El asedio no ha provocado el repliegue de Guaidó, que se niega a perder su fuero y sigue recorriendo el país cuestionando la legitimidad política de Maduro y pidiendo la convocatoria a unas elecciones limpias y verificables. Sus números de aceptación en las encuestas han decaído, aunque mantiene un piso importante de apoyo y sobresale con claridad entre la mayoría de sus competidores.
Hace unos días, el líder opositor hizo un recorrido en Caracas, reuniendo una aceptable cantidad de manifestantes, para volver a exigir una fecha electoral al chavismo. Guaidó dice ser el presidente legítimo de Venezuela, pero a su vez quiere disputarle a Maduro el cargo que considera usurpado. Esa posición ambigua ha debilitado su mensaje estos años. El chavismo se refiere a su Gobierno como El reino de Narnia. “Maduro, pon la fecha, que te vamos a derrotar”, dijo. “Esa fecha no va a ser un regalo”, continuó ante sus seguidores. “Por más que la dictadura hable con soberbia de que las convocará en 2024, o antes. Sabemos que esto es una dictadura, sabemos que nada va a ser concedido. Tenemos que salir a la calle a luchar por esa fecha”.
Guaidó queda, entonces, atrapado entre dos lealtades. “Es una locura regalarle legitimidad y reconocimiento a Nicolás Maduro”, continúa Goicoechea. “Ha costado mucha sangre y sudor que el mundo entienda que es un dictador. Nosotros no lo vamos a blanquear”. Tanto si continúa con el Gobierno como si se lanza a disputarle la presidencia a Maduro dejará a aliados descontentos por el camino.
Esas presidenciales supuestamente se disputarían en 2024. Washington y el propio Petro aprietan para que Maduro siente de nuevo a la delegación chavista en la mesa de negociación de México, donde opositores y oficialistas acuerden unos comicios con verdaderas garantías, en los que se respete el resultado. Diosdado Cabello, uno de los jerarcas del chavismo, ha advertido que esas elecciones podrían adelantarse, incluso antes de las primarias de la oposición. El chavismo es experto en dinamitar procesos de sus rivales.
Las importantes concesiones hechas por Washington a Maduro en estas semanas, que incluye el otorgamiento de nuevas licencias de explotación petrolera a Chevron en Venezuela y la liberación de dos sobrinos de la Primera Dama acusados de narcotráfico, ha sido adelantada bajo la condición de que el chavismo regrese a la mesa de negociación de México. Todo el mundo asumen que eso ocurrirá de forma inminente, aunque no termina de concretarse. Lo que es seguro, en cambio, es que la aventura de Guaidó está cercana a su fin. Derrocar a Maduro no era tan sencillo como algunos creían.