Estoy sentado tratando de escribir este artículo en una estancia sin nada, fuera de una mesa de comedor, una silla de cocina y una estantería con libros torcida. No hay alfombras, pero sí bastante polvo. Escribo con un lápiz viejo en cuanto trozo de papel la pared, o similar, encuentro a mano. Trato de imaginarme a mí mismo como un genio agonizando de hambre en una bohardilla desnuda; un hombre brillante, sin duda, pero -¡ay!- amargado en contra de la humanidad. Periódicamente perturba esta ilusión la llegada de unos tipos enormes con delantales verdes de bayeta que entran y salen, llevándose las cosas. Partirían con mi silla si no fuera porque para ello tendrían que echarse encima también la formidable carga de mi persona, empresa que acobardaría hasta al más enorme de ellos. Pero aparadores y pianos desaparecen al menor gesto que hacen, y las marquesinas huyen prácticamente delante de ellos. Como un alud, silla tras silla… ¿Cómo es eso que dice Tennyson en hermosa lírica sobre Amphyon? Me levanto y voy a la estantería torcida a verificar la cita. Pero la estantería ya no está. Se la han llevado. Vuelvo a mi mesa y me siento de nuevo.
Me pregunto sobre qué diantres voy a escribir -no soy yo un demonio que pueda hacerlo sobre cualquier cosa-; me levanto otra vez y voy hasta la ventana. Una blanca neblina mati nal ahoga ambos extremos del camino y vela el parque de Battersea, que adoro y que hoy abandono, transformándolo en un fantasma de bosque. Me alegro de que no haga lo que la gente llama buen tiempo; poseen algo de caritativo y digno esta niebla y esta media luz en la frontera entre dos vidas. Porque el destino moderno ha caído sobre mí: me traslado al campo, voy al destierro; Inglaterra adentro. Voy… si es que en realidad voy, porque mi mente está ensombrecida por la duda… ¿Por qué me persiguen pasajes de Tennyson, especialmente ahora que se han llevado la estantería y no puedo hechizar el valle isleño de Avilion? Avilion es un lugar muy agradable, situado en Buckinghamshire; pero, como Arturo después de su última batalla, me parece apropiado que un vapor cubra cual un velo el momento de morir; el deslizarse de un estado a otro… Tennyson de nuevo. Hades, el lugar de las sombras que cantaron los poetas paganos, no es nuestro estado después de la muerte; es simplemente la muerte misma, el instante de transición y disolución. En último término, los tenues poderes benéficos harán pedazos el cosmos a mi alrededor, tal como se están llevando ahora mi casa a trozos. Me alegro de que haya neblina en Battersea para cubrir esta monstruosa transformación.
Vuelvo a mi mesa; aunque no vuelvo exactamente a ella, pues se la han llevado, con traidor sigilo, mientras meditaba sobre la muerte en la ventana. Me siento en la silla y trato de escribir apoyándome en las rodillas, lo que es realmente difícil, en especial cuando no se tiene nada sobre qué escribir. Le estoy extrañamente agradecido al noble cuadrúpedo de madera sobre el cual me siento. ¿Quién soy yo para que los hijos de los hombres diseñaran y labraran para mí otras cuatro piernas de madera, fuera de esas dos que ya me habían dado los dioses? Porque la cualidad básica de toda privación es que agudiza la idea de valor; y ésta es, quizá, la razón del acertijo de la muerte. En un mundo mejor tal vez podamos poseer permanentemente y vivir permanentemente sorprendidos de la posesión. En algún extraño territorio más allá de las estrellas, puede que nos arreglemos para tener y disfrutar. Mas en este mundo, debido a alguna enfermedad en la raíz de la psicología, necesitamos que se nos recuerde que una cosa es nuestra por medio de la posibilidad de que desaparezca. Para nosotros, el premio de la vida es un grande, glorioso grito de los agonizantes; es siempre morituri te salutant. En las cuatro esquinas de nuestro templo humano de la felicidad hay de pie un hombre cojo señalando un camino y un hombre ciego adorando al sol, un sordo escuchando a los pájaros y un muerto agradeciendo a Dios su creación.
Comienzo a conmoverme. Descubro que hay muchos misterios ocultos en esa silla de cocina. Esa silla de cocina podría, en verdad, ser llamada -como dicen en las universidades- el Trono de la Sabiduría. Me paseo de arriba abajo por la habitación, regocijándome en el significado divino de las sillas. Descarto, con gestos airados, esa democracia simplemente sucia y despreciable que consiste en afirmar que todo trono es nada más que una silla. La verdadera democracia consiste en declarar que cada silla es un trono. Retorno transfigurado a la silla, pero no me siento en ella. Buena idea, pues no está ya ahí. Se la han llevado. Me siento en el suelo, que los paquidérmicos obreros me aseguran -con elefantiásica cortesía- que no van a necesitar por el momento.
¿Qué es, pues, lo que hace imposible que hoy pueda escribir algo coordinado e inteligible? No son sólo las interrupciones: escribí mis primeras críticas de libros en una oficina con dos máquinas de escribir funcionando al mismo tiempo, y empleados que entraban y salían cada cinco minutos. No es la simple incomodidad: cuando era joven escribí artículos en medio de la noche, apoyado en el quiosco de un vendedor de patatas. No me corresponde decir si los artículos eran buenos, pero eran tan buenos como cualquier otra cosa que haya escrito. No, ya sé lo que es… es Battersea. Tengo las razones más poderosas y fuertes del mundo para irme al campo. Irse al campo es algo alegre, pero irse de Londres es triste. Aquí tenemos una inofensiva paradoja alfabética, reconocida por las almas de todos los seres cuerdos: es glorioso llegar a ser hombre, pero es patético dejar de ser niño. Es motivo de gozo llegar al matrimonio, y no obstante es deprimente dejar de ser soltero. Permitidnos a los que pasamos de un estado a otro algo del pathos que debe permitirse a los que se aproximan a la muerte. Estamos felices de irnos al campo, pero nos duele dejar la ciudad. Dejo la parte más animada de Londres, la más romántica, la más realista, el barrio que ha dirigido al pueblo. Dejo Battersea. No puedo escribir sobre eso, y no puedo escribir sobre nada más. Cuando te olvide, oh Jerusalén, ojalá mi mano derecha olvide su habilidad; es decir, permite que olvide cómo se escribe, con lápiz azul y en papel procedente de la pared, un artículo sobre absolutamente nada.
